Hay personas que hacen
deportes hasta que los músculos se les acalambran, otros que comen compulsivamente, van a la peluquería, no se levantan
de la cama, se toman hasta el agua del florero o compran todo lo que les de la
tarjeta de crédito; todos tenemos nuestra técnica para evadir E.E.P. (estados
emocionales peligrosos). Yo generalmente gravito en dos: o como o cocino.
Gracias a los de Arriba que si cocino se me quita el hambre porque sino iría
rodando por la vida. Algo tiene la cocina que me deja la mente en blanco; puedo
tener un día negro, haber peleado hasta con el Papa, tener los ojos saltones de
las lágrimas y todo se pasa con el primer corte; con la primera espatulada, con
ese movimiento rápido al cual nos volvemos adictos desde el primer semestre al saltear algo en
el sartén. Al final es una especie de terapia bastante fructífera porque se
puede comer mi rollo mental ¿No? Si lo pienso detenidamente un mal día es igual a un kuchen de manzanas. ¿Estoy
triste? Va a dar como resultado cualquier cosa con chocolate y si ando idiota,
probablemente va a ser algo salado y al sartén en lo posible flambeado con alguna
pócima con mucho alcohol ( Algo que prenda y genere una buena llama que baile
por unos instantes!!!) No sé si les pasará a todos los que estudian cocina o se
dedican a esto pero al estar entre el horno y los quemadores, solo me concentro
en lo que estoy haciendo dejando atrás lo que sea que me venía estorbando.
Me pasó esto el sábado
pasado. Tenía la cabeza a mil al llegar al restaurant y se me pasaron todos los
males preparando tiramisú y una endiablada torta de panqueques que me mantuvo
entretenida gran parte de la tarde con quemadura incluida ¿Será que por ser un trabajo manual tiene
ese efecto colateral maravilloso? Corta, bate, rebana, gratina, filtra, asa,
lava, espatula, seca… No pienses en nada más. Todo en algún punto se transforma
en un delicioso trance que te envuelve y por el cual te dejas arrastrar.
Seguramente esto no le pasa a casi nadie y soy una de las pocas locas con este
efecto secundario. En más de una ocasión las sábanas han intentado retenerme,
he llegado a la U o al trabajo con el café incrustado en la mano y los ojos de
japonesa con insomnio crónico pero empiezo a cocinar y ya está ¡Sale el sol!
Tal vez no debería
salir de la cocina. Debería hornear una cuota de cupcakes todos los días para
no parecerme tanto a Isi de Grey’s Anatomy
que le daba E.E.P. y horneaba hasta que la cocina no daba abasto entre
los quequitos, las tortas y panqueques. ¿Puede tu trabajo provocar estrés y ser
a la vez tu terapia? ¿No suena esto algo contradictorio?
Y hoy tuve uno de esos
días en que no quieres nada con el mundo. Todo a raíz de una pelotudez que me
di cuenta el sábado en la noche después del trabajo mientras manejaba a casa. Y como dicen por ahí “una vez que abres los
ojos ya no puedes cerrarlos”. Y por más que lo intenté hoy, no los pude cerrar.
Lo más sano hubiese sido encerrarme en una cocina y salir solo cuando hubiese
amordazado al demonio que me apretaba el corazón. ¿Pero qué hice
brillantemente? Aproveché la cancelación
de clases para volver a casa y tratar de dormir con la tercera temporada de
Grey’s de fondo porque creí que todo se arreglaría con terapia de sueño. JA! No
sé para que me engaño. Debería haber prendido el horno y haber iniciado la terapia
con una tanda de galletitas con unos buenos trozos de chocolate.
No soy tan lista. Sigo
creyendo en todos los seres humanos.
Me pregunto cuándo se me quitara ese
pensamiento invocante a Rousseau.
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